24/4/10

Hay una carta para el mundo

Cuánta gente de tu ambiente se sorprende porque eres cristiano! ¿Tú?, pero si tú ibas de enrollado, ¿cómo vas a ser tú de la cantera de Rouco? Te lo habrán dicho compañeros en las cenas de clase, quizás en tu oficina o cuando salió el tema en un debate en el ‘tuto’. Es cierto, y sorprende más cuando quienes se consideran creyentes son un jovenzuelo de 16 años o una universitaria de 21.

A ti, seguramente, te han hecho comentarios muchas veces a pillar: ¿qué hay del aborto?, ¿cómo va ser un pan tu Dios?, ¿y esos curas pederastas?, que si el Papa vive como un marajá, etc, etc. Cuando muestras tus cartas y los de tu alrededor saben que eres católico –o que lo intentas- las miradas se giran hacia ti. Y con ello, una serie de responsabilidades y de luchas que cuando eras un chaval de ESO no imaginabas. Desde entonces, tú te conviertes en la Iglesia católica para ellos.

No sé por qué se acercan a mí
Irán a ti a preguntarte sus dudas, para ello tendrás que preocuparte de tu formación en la fe; acudirán cuando estén en conflicto con su vida y necesiten un consejo; y algunos se reirán o murmurarán porque eres de esos locos que siguen leyendo la vida de Jesucristo. Y esta última parte, nos suele costar a todos.

Viene a tu cabeza en más de una ocasión eso de: ¿por qué a mí?, ¿no tiene de otro de quien burlarse?, ¿no puede ayudarles otro?, ¿quizás la solución sea disimular mi fe en público?... Así es, amigos míos, pero piénsalo de otra forma. Si esto sucede es porque ven en ti algo más, a Alguien más. Quizás intuyan el rostro de Dios en el tuyo. Es tan fuerte como cierto.
Lee esta 2ª Co, 3:

“¿Comenzamos de nuevo a recomendarnos a nosotros mismos? ¿O acaso necesitamos, como algunos, cartas de recomendación para vosotros o de vuestra parte? Nuestra carta sois vosotros, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres; pues es notorio que sois una carta de Cristo, redactada por nuestro ministerio y escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra sino en tablas que son corazones de carne.

Y esta confianza la tenemos por Cristo ante Dios. No es que por nosotros seamos capaces de pensar algo como propio nuestro, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual también nos hizo idóneos para ser ministros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida. Pues si el ministerio de muerte, grabado con letras sobre piedras, resultó glorioso, hasta el punto de que los hijos de Israel no podían fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, que era perecedera, ¿con cuánta mayor razón será más glorioso el ministerio del Espíritu? Porque si el ministerio de la condenación fue glorioso, mucho más abunda en gloria el ministerio de la justicia. Y verdaderamente, aquella glorificación deja de ser gloriosa en comparación con esta gloria eminente. Porque si lo perecedero pasó por un momento de gloria, con mucha más razón lo duradero permanece en gloria.

Teniendo, pues, esta esperanza, procedemos completamente confiados, y no como Moisés, que se ponía un velo sobre la cara para que los hijos de Israel no se fijasen en el final de lo que estaba destinado a perecer. Pero sus inteligencias se embotaron. En efecto, hasta el día de hoy perdura en la lectura del Antiguo Testamento ese mismo velo, sin haberse descorrido, porque sólo en Cristo desaparece; verdaderamente, hasta hoy, siempre que se lee a Moisés, está puesto un velo sobre sus corazones; "pero cuando se conviertan al Señor, será quitado el velo". El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad.

Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor”. [Hasta aquí la cita]

¿Cómo se te queda el cuerpo? En ti, a medida que te acercas a Dios, Jesús va creciendo en tu interior. A medida que Le dejas obrar en tu vida, va creciendo Su imagen en ti. Y eso, también lo notan tus coetáneos. ¡Aprovéchalo y actúa! No te creas un salvador ni el rey del mambo, sólo un mensajero del Único que salva. Disfruta la oportunidad que te ha regalo Jesucristo de ser hoy en tu realidad su nuevo apóstol. ¿Hay una misión mejor?

Déjate guiar por el Espíritu Santo, sólo así tendrá éxito tu misión. Él es esa vocecilla que te dice que aproveches el tiempo, que estudies cuando toca, que dediques tiempo a tus amigos, que colabores con los más necesitados, que aconsejes a ese colega, que compartas más tus preocupaciones con tus padres, etc, etc. Si hay fallos, Dios es rico en misericordia. ¡No hay problema! En cambio, espero que desde ahora mires esos retos con otros ojos -con una mirada más sobrenatural- y entiendas que el Mesías se puede servir de ti para hacer muchas cosas grandes. No le digas que no.


18/4/10

Erase una vez un escéptico

Here we go again. Y aunque no lo parezca, seguimos de Pascua. Ya sé que las vacaciones quedan lejos, pero la alegría no dura sólo hasta que se recomienza. De hecho, la gracia está en llevar esa alegría también a tu vida cotidiana, por incordiosa que sea a veces. Cristo ha resucitado para eso, no para que vivas en el mundo de Yupi; ya que Él tampoco vivió en el mundo de la golosina calle piruleta, al contrario. Así que nada de poner excusas baratas. A sonreír y trabajar.
¿Y por qué? Porque el cristianismo se contagia por envidia. Envidia porque un cristiano tiene (o debería tener si es consecuente y se sabe amado por Dios, aquí cada uno que se examine) una alegría especial, una alegría que no da el mundo. Es la alegría de los hijos de Dios, de los que se saben salvados por Él.

Un mundo que ha naufragado y se haya perdido
El mundo no es alegre. El mundo que nos rodea tiene una dolencia muy clara: la falta de esperanza y felicidad por vivir. Un autor cristiano muy conocido dijo que el verdadero peligro de nuestra sociedad actual es, por encima de todo, la pérdida de gusto por vivir. Seguro que una cosa muy habitual con la que te has encontrado es con que la mayor parte de la people que te rodea está desfasada de todo. Ha probado de todo y han perdido la ilusión por hacer cosas nuevas o, mejor, todo lo que tienen lo aborrecen. Es más, no creen en nada. Ni siquiera en aspectos tan vitales de la vida como el amor humano, el matrimonio, la paternidad…

Ayyyy, vivimos en una cultura que muere. “qué exagerao, coleguita” en absoluto. Conoces lo que se ha dado en llamar Posmodernidad? La Posmodernidad es una corriente de pensamiento, que hoy día es dominante e impregna todas las dimensiones de nuestra cultura, que se define principalmente por tratar de romper con toda la tradición occidental y humanista desde los griegos (ya sabes, estos amiguetes de Platón, Aristóteles…) hasta hoy. Todos los valores, todos los conceptos, todas las referencias que hemos utilizado los europeos durante siglos valen exactamente nada. Los consideran artificiales y falsos. También la Filosofía, y no sólo la cristiana, en el paquete también está el pobre de Kant, Hegel…vamos, todos los que nos hemos “empollao” para Selectividad ¿Por qué? Porque no existe la verdad, ni el bien, ni lo objetivo…todo es relativo, todo es opinable, todo es artificial, todo es mentira, todo es una bobada…todo…todo…la religión es una esclavitud, la razón no sirve para nada porque no podemos conocer, hasta incluso el marxismo es una tontada inútil.

La Posmodernidad no cree en nada, prácticamente. Es el eterno escéptico (o sea, aquel que nunca cree en nada, que está desengañado de todo y que piensa que todo el mundo es mala gente que en cuanto pueda…zas! Puñalada por la espalda). Es el escepticismo del pensamiento, que ha perdido toda esperanza en el ser humano y en sus capacidades para progresar, después de que con las guerras mundiales se hiciese patente que ni la ciencia ni la industria son suficientes como para que el hombre sea perfecto.

Esta Posmodernidad, que es lo imperante en nuestro mundo, acaba por realizar una crítica a todo brutal. Y claro, nada es estable ni duradero, nada es demostrable, ni bueno o malo, ni cierto ni falso en sí mismo…te suena eso de “mi verdad, tu verdad” o “hombre, no exageres, en la vida nada es blanco o negro, hay una gran escala de grises…”, también “ya, eso es bueno para ti, pero puede que para los demás…”. Es decir, nadie cree en nada, todo es un río de duda y zozobra…

…y yo ¿qué hago?
Así nos luce el pelo. La gente no es feliz, porque es imposible serlo si no vives intensamente; y no puedes vivir intensamente si no te comprometes, si no confías en nada ni en nadie, si no construyes en positivo para los demás. Por ello, nosotros jugamos un papel importante. No sólo importante, sino el más importante. Nosotros llevamos el Evangelio a los demás.

La misión más importante del cristiano para con los demás, y que se hace patente en el mundo actual para sanarlo y devolverlo las ganas de creer en la vida, en Dios y en la felicidad, es una cosa sencilla: anunciar allá donde vayas que ¡Cristo ha resucitado! No más lágrimas amargas, no más desesperanza, no más escepticismo, no más duda, no más miedo… porque Dios ha venido corriendo para salvarnos. Porque Jesús sigue vivo entre nosotros, y nos busca día y noche para llevarnos con Él adonde pertenecemos: el Paraíso, la Casa del Padre.

Si Dios es esperanza, tú eres el depositario para los demás de esa esperanza. Tú eres el portador de la verdad que hace libre al hombre. No es vender enciclopedias. Es el Camino, la Verdad y la Vida. Y si tú no llevas esa esperanza a tu mundo de alrededor, nadie lo hará por ti. Por tus amigos, por Dios, por ti… ¡¡sonríe y lleva a Dios a tus amigos!! Y FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN.

11/4/10

Yo estoy con vosotros

“¡Felices Pascuas!”. Es lo que escucho entre algunos cristianos. Se felicitan la Pascua. Sin embargo, no sé qué me pasa que parece que con el fin de los oficios de Semana Santa la mente olvida un poco la persona de Jesús. No acababa de vivir la alegría de la Resurrección.

Para remediarlo, me dio por llevar a la oración los pasajes del Evangelio que hablan de esos momentos. Como, por ejemplo, este: Mt 28, 17- 20.

“Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo: -Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Leer y profundizar en las Escrituras
Flipé en colores con la última frase porque parece que no me la creía. Muchas veces se despiertan en mi interior sentimientos de soledad, de aislamiento, de vacío, me siento frío, incompleto. ¿Y por otro lado leo que Alguien está conmigo TODOS los días hasta el FIN del mundo?, ¿el Dios que creó todo está junto a mí siempre?

Si nos creyésemos estas palabras de Jesús, los cristianos seríamos distintos. Yo sería muy distinto. En medio de mis pensamientos, enlacé que el Hijo de Dios se había quedado conmigo –con nosotros- en la Eucaristía. Es ahí cuando cayó en mis manos la encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA de Juan Pablo II. Sentí entonces la necesidad de profundizar. Quiero pasarte unas partes que leí. Nuestro antiguo Papa era un fuera de serie y con estos dos puntos comprendí un poco más ese ‘estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’. Espero que a ti también te ayuden:

“22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4).

Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos. La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.

23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo». La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).

La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos». La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.”

Sabias palabras la de Juan Pablo II. La trascendencia de la Eucaristía es increíble, día a día tenemos que ir conociéndola más pues así sabremos que cuando todo falle en la vida siempre hay alguien velando por nosotros desde el Sagrario.

4/4/10

¡Ha resucitado!

Hoy es el día más importante del año. Ya sé que mola también el día de la final de la Champions, o el día de Eurovisión. Incluso el día en el que terminamos los exámenes en junio y comienza un apoteósico verano. Eso está debuty. Pero el día más trascendente en la vida de un cristiano es hoy. Porque Cristo ha resucitado. Ha resucitado por ti, para salvarte.

Podríamos contarte muchas cosas. Pero quizás la mitad las hayáis oído. Como no queremos repetirnos como las lentejas, vamos a dar paso a alguien que sabe más. Se trata de Cantalamessa, el Predicador de la Casa Pontificia…¿lo qué? Es aquel que se encarga de dar charlas al Papa. Sí, es que el Papa, como todo cristiano, debe formarse y recibir consejo espiritual, como tú y como yo. Cantalamessa es un orador y un teólogo excepcional, y lleva varios años en ese puesto, desde que lo nombrara Juan Pablo II.

Y en esta homilía, pronunciada en 2008, toca un tema interesante: la realidad de la Resurrección de Cristo. ¿Realmente resucitó? ¿Qué pruebas podemos tener de esto? Porque si no resucitó el día de hoy no tiene sentido, pero tampoco lo tiene nuestra vida cristiana. O Jesús vive, o apaga y vámonos. No se puede ser cristiano sin creer firmemente que Jesucristo está vivo, con nosotros.

El sentido de nuestra fe
A las mujeres que acudieron al sepulcro, la mañana de Pascua, el ángel les dijo: «No temáis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. ¡Ha resucitado!». ¿Pero verdaderamente ha resucitado Jesús? ¿Qué garantías tenemos de que se trata de un hecho realmente acontecido, y no de una invención o de una sugestión? San Pablo, escribiendo a la distancia de no más de veinticinco años de los hechos, cita a todas las personas que le vieron después de su resurrección, la mayoría de las cuales aún vivía (1 Co 15,8). ¿De qué hecho de la antigüedad tenemos testimonios tan fuertes como de éste?

Pero para convencernos de la verdad del hecho existe también una observación general. En el momento de la muerte de Jesús los discípulos se dispersaron; su caso se da por cerrado: «Esperábamos que fuera él...», dicen los discípulos de Emaús. Evidentemente, ya no lo esperan. Y he aquí que, de improviso, vemos a estos mismos hombres proclamar unánimes que Jesús está vivo; afrontar, por este testimonio, procesos, persecuciones y finalmente, uno tras otro, el martirio y la muerte. ¿Qué ha podido determinar un cambio tan radical, más que la certeza de que Él verdaderamente había resucitado?

No pueden estar engañados, porque han hablado y comido con El después de su resurrección; y además eran hombres prácticos, ajenos a exaltarse fácilmente. Ellos mismos dudan de primeras y oponen no poca resistencia a creer. Ni siquiera pueden haber engañado a los demás, porque si Jesús no hubiera resucitado, los primeros en ser traicionados y salir perdiendo (¡la propia vida!) eran precisamente ellos. Sin el hecho de la resurrección, el nacimiento del cristianismo y de la Iglesia se convierte en un misterio aún más difícil de explicar que la resurrección misma.

Estos son algunos argumentos históricos, objetivos; pero la prueba más fuerte de que Cristo ha resucitado ¡es que está vivo! Vivo, no porque nosotros le mantengamos con vida hablando de Él, sino porque Él nos tiene en vida a nosotros, nos comunica el sentido de su presencia, nos hace esperar. «Toca a Cristo quien cree en Cristo», decía san Agustín, y los auténticos creyentes experimentan la verdad de esta afirmación.

Los que no creen en la realidad de la resurrección siempre han planteado la hipótesis de que se haya tratado de fenómenos de autosugestión; los apóstoles creyeron ver. Pero esto, si fuera cierto, constituiría al final un milagro no inferior al que se quiere evitar admitir. Supone, en efecto, que personas distintas, en situaciones y lugares diferentes, tuvieron todas la misma alucinación. Las visiones imaginarias llegan habitualmente a quien las espera y las desea intensamente; pero los apóstoles, después de los sucesos del Viernes Santo, ya no esperaban nada.

La resurrección de Cristo es, para el universo espiritual, lo que fue para el universo físico, según una teoría moderna, el Big-bang inicial: tal explosión de energía como para imprimir al cosmos ese movimiento de expansión que prosigue todavía, miles de millones de años después. Quita a la Iglesia la fe en la resurrección y todo se detiene y se apaga, como cuando en una casa se va la luz. San Pablo escribió: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9). «La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo», decía san Agustín. Todos creen que Jesús ha muerto, también los paganos y los agnósticos. Pero sólo los cristianos creen que también ha resucitado, y no se es cristiano si no se cree esto. Resucitándole de la muerte, es como si Dios confirmara la obra de Cristo, le imprimiera su sello. «Dios ha dado a todos los hombres una garantía sobre Jesús, al resucitarlo de entre los muertos» (Hechos 17,31).