13/6/10

Aprendiendo a respetar y amar al prójimo. A todo el prójimo.


Ay, que el curso va de caída y en nada estamos de verano otra vez. ¿Has ido pensando qué vas a hacer? Sí, seguro que ya has pensado qué no vas a hacer (estudiar, dormir poco), pero…¿y en positivo? Pues entre café y café, vete pensando que planes harás. No vaya a ser que te quedes tirado a medio verano.

Hoy vamos a hablar de algo que habrás oído muchas veces, pero que cuesta ponerlo en práctica, porque seguimos la conducta de los demás a tope, que es el camino fácil. Pero noooooo, tú tienes que aspirar a más.

Lo que la humanidad entendía como justo
Hace algunos cuantos muchos siglos, el ser humano dio un salto espectacular en el campo del derecho cuando concluyó que lo más justo y equitativo para la convivencia social era el “ojo por ojo y diente por diente”. Evidentemente, es un sistema espectacularmente justo. O al menos bajo la perspectiva humana. ¿Y en el campo de las relaciones humanas? Lo mismo, la mentalidad, incluso en el pueblo judío, era que se ame al prójimo… querido, al amigo, al coleguita. Al que se lo merece. Pero al que te da por saco, se le machaca. Y no necesariamente por vía física, sino simplemente con no parar de criticarle, juzgarle, acusarle, ponerle la zancadilla a muerte, etc. Son cosas que pasan.

Pero, ¿y si Dios hiciera eso con nosotros siendo “justo” al modo humano? Flipa. Nos lanzaría un rayo pulverizador a cada uno, y tengo la certeza de que nadie seguiría en este nuestro planeta lleno de coches y pelotas de fútbol. Nadie. Porque a Dios le ofendemos a diario, pasamos de él bastante, y lo que en un principio pasaría a ser una simple enemistad, con el tiempo el Señor tendría razones para enviar a sus agentes a la puerta de tu casa y tirarte la tostadora enchufada mientras te duchas. Pero mira tú por dónde, Dios no piensa así. Su Justicia es distinta.


La Justicia de Dios
En el Nuevo Testamento, de hace unos 2000 años, Jesucristo propone al mundo una nueva forma de pensar. En la Plenitud de la Revelación, Cristo nos enseña la verdadera Justicia divina y la forma de pensar de Dios. Y esta forma de pensar se mide no en actos, que llevarían al Señor a juzgarnos como pecadores que somos, sino en función de lo que somos, hijos de Dios. El Señor nos ama por encima de nuestra condición de pecadores, nos ama más allá de todo el mal que hagamos. Nos ama por nuestra dignidad, que no puede ser destruida por nuestra torpeza habitual. Nos ama, y punto. No es negociable para Él. Y sobre el prójimo, Jesucristo, siguiendo esta misma idea, nos enseña que hay que amar a los enemigos y a los que nos persiguen porque… ¡también son de Dios! Igual que nuestros coleguitas. Jesús nos enseña a que no amemos en función de las obras de la gente, sino en función de su condición de seres humanos. Como hace Él, que perdona y pide incluso por los que le están clavando a la Cruz. Habla de una justicia y caridad nuevas, que nada tienen que ver con las obras o los merecimientos de la gente. Los demás merecen ser amados por su dignidad. Tampoco es negociable.

¿Has ido hoy a Misa? Si no lo has hecho deja de leer esto y ¡ve! Si lo has hecho, recuerda el Evangelio de hoy domingo. La actitud del fariseo hacia la mujer es la actitud del mundo, que tacha y juzga a los demás en función de los actos. La actitud del Señor es la que te acabamos de describir, llena de amor y perdón.

¿Vivimos esto? No lo creo. Tendemos más al fariseo que a Cristo en esto. Cada vez que criticamos a alguien, ya sea con un amigo o en nuestro interior, estamos siendo como el fariseo. Cada vez que pensamos mal o que rechazamos a la gente, igual. Tenemos que abstraernos de los actos buenos o malos de la gente, y amarles por lo que son, porque Dios nos lo enseña así y nos pide que lo hagamos también. Porque, como dice Jesús, no tiene ningún merito ni recompensa amar sólo a los amigos. Hay que amar a nuestros enemigos.

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