“¡Felices Pascuas!”. Es lo que escucho entre algunos cristianos. Se felicitan la Pascua. Sin embargo, no sé qué me pasa que parece que con el fin de los oficios de Semana Santa la mente olvida un poco la persona de Jesús. No acababa de vivir la alegría de la Resurrección.
Para remediarlo, me dio por llevar a la oración los pasajes del Evangelio que hablan de esos momentos. Como, por ejemplo, este: Mt 28, 17- 20.
“Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y en cuanto le vieron le adoraron; pero otros dudaron. Y Jesús se acercó y les dijo: -Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Leer y profundizar en las Escrituras
Flipé en colores con la última frase porque parece que no me la creía. Muchas veces se despiertan en mi interior sentimientos de soledad, de aislamiento, de vacío, me siento frío, incompleto. ¿Y por otro lado leo que Alguien está conmigo TODOS los días hasta el FIN del mundo?, ¿el Dios que creó todo está junto a mí siempre?
Si nos creyésemos estas palabras de Jesús, los cristianos seríamos distintos. Yo sería muy distinto. En medio de mis pensamientos, enlacé que el Hijo de Dios se había quedado conmigo –con nosotros- en la Eucaristía. Es ahí cuando cayó en mis manos la encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA de Juan Pablo II. Sentí entonces la necesidad de profundizar. Quiero pasarte unas partes que leí. Nuestro antiguo Papa era un fuera de serie y con estos dos puntos comprendí un poco más ese ‘estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo’. Espero que a ti también te ayuden:
“22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo «estén» el uno en el otro: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15, 4).
Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en «sacramento» para la humanidad, signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos. La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.
23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: «Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: «¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo». La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).
La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo «sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos». La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.”
Sabias palabras la de Juan Pablo II. La trascendencia de la Eucaristía es increíble, día a día tenemos que ir conociéndola más pues así sabremos que cuando todo falle en la vida siempre hay alguien velando por nosotros desde el Sagrario.
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