8/5/10
Tienes una aliada
Qué tal va el mes de mayo? Quizás algunos estéis un poco cansados. Largas jordanas de trabajo, interminables atascos en la ciudad, decenas de trabajos por entregar en la uni, exámenes importantes en los institutos, selectividad para algunos… Es comprensible la fatiga.
¿Cómo darle sentido a los esfuerzos? ¿Cómo encontrar un modelo de lucha? ¿Dónde encontrar un apoyo, un aliado? Seguro que se te ha pasado esto por la cabecita. Pues hoy quiero recordarte un consejo de BXVI recogido en su primera Encíclica, ‘Deus Caritas est’:
María, ejemplo de caridad
41. Entre los santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra comprometida en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció «unos tres meses» (Lc 1,56) para atenderla durante la fase final del embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», -«proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46)-, dice con ocasión de esta visita, y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios y no a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1,38.48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1,45).
El Magníficat -un retrato de su alma, por decirlo así- está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama.
Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y la hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14).
42. La vida de los santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo -a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27)- se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y sufrimientos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón.
[Hasta aquí la Encíclica]
¿No te cambia la cara sabiendo esto?
“Ahí tienes a tu Madre”, nos dice hoy también Jesús. Ten cuidado de ella, enséñale tu hogar, muéstrale tus libros y apuntes, tus trabajos, tus preocupaciones, tu estrés, tus nervios. No te olvides, no estás solo. En donde quiera y cuando quieras, tienes una aliada.
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