12/9/10

Redescubrir a Dios over and over again

Buenos días, circuleros. Curiosa expresión esa de “buenos días”. Expresa un deseo del corazón humano que todos llevamos grabados a fuego: el anhelo de que lleguen buenos días. Es más, para los cristianos todos son buenos días, grandes días. Y no porque vivamos en una especie de nirvana o porque ingiramos ningún producto poco saludable, sino porque tenemos la certeza de que Cristo ha resucitado y que está todos los días de nuestra vida a nuestro lado. Esta verdad que conocemos no puede quedarse en un dato meramente teórico y abstracto. Saber que nuestra familia nos quiere no arregla ni cambia nada a no ser que uno lo experimente, lo toque, lo perciba y, en última instancia, a pesar de las complicaciones, pueda redescubrirlo constantemente. No es un conocimiento teórico, es una verdad palpable.

Con Dios no es diferente. Pero el problema es que, al igual que pasa con la familia, de Dios “nos cansamos”. Es algo propio de nuestra condición de pecadores (no en el sentido en el que lo decía el Chiquito de la Calzada) el que nos acostumbremos y agotemos de todo, que dejemos de ver la belleza de lo que nos rodea por pura rutina. Olvidamos lo bello de llegar a casa y tener a alguien de la familia que te pregunta con cariño qué tal todo, nos acostumbramos a nuestros amigos, nos acostumbramos al amor que nos tiene el prójimo, al puesto de trabajo por el que peleamos tantos años… sí, somos un poco rancios a veces. Nos pasa a todos, y especialmente con el Señor.

Me contaban una vez el caso de un par de amigos, uno católico y el otro musulmán, en el cual el musulmán, hablando sobre la fe, reconocía que no comprendía cómo podía ser posible que muchos católicos, creyendo que Dios está presente palpablemente en el Sagrario, fuesen casi por obligación sólo una vez a la semana a la iglesia. Concluía que, “si yo creyese que el Creador está en cada iglesia, todos los días sin falta iría a verlo y hablar con Él… ¡es el mismísimo Dios!”. Pero ¡ah!, los católicos nos acostumbramos. Estamos “hartos” de oír que Dios es bueno, que nos ama, que murió por nosotros en una Cruz, que se hace presente para que podamos entrar en comunión íntima con Él… pff, el rollo de siempre, ya me lo sé, ¿por qué los curas no saben decir otra cosa? No valoramos en absoluto lo que tenemos.

Esto puede verse bien en el caso de los conversos. Cuando alguien que no tenía fe se encuentra con Jesucristo y vuelve o entra en la Iglesia católica, es precioso ver cómo cada detalle es emocionante, apasionante. Le ves llorar cuando experimenta el Amor infinito de Dios, percibes su enorme paz sabedor que el Señor le ha salvado, y generalmente tiene un poderoso imán que le atrae al Sagrario. Le falta poco para salir corriendo de la capilla e ir diciendo a gritos por las calles del barrio “¡Ey!, vosotros todos, tenéis que venir conmigo ahora mismo, todo lo que estéis haciendo es un memez comparado con lo que estaba haciendo yo… ¡hablaba cara a cara con Cristo!”. Tanto es así, que si un amigo nuestro saliese de la capilla y nos dijese emocionado “¡venid, estoy viendo a Dios!” Cuando viésemos que se trata del Sagrario emitiríamos la clásica interjección española “buah”, y añadiríamos “pensaba yo que se trataba de otra cosa”, como si no fuese suficientemente real que Dios mismo está ahí, aun bajo la forma de pan.

Qué se le va a hacer. Somos así. No podemos cambiar nuestra tendencia al mal, que entre otros aspectos nada desdeñables lleva consigo el no valorar lo bueno que tenemos alrededor, ni apreciar la belleza de la Salvación de Jesús en nuestras vidas concretas, aquí y ahora. Pero que no podamos evitar tener dicha tendencia no supone que tengamos que pactar con ella ni caer en la desesperanza de que “doy asco y huelo mal, pa’ qué pasar por la ducha si mañana estaré igual”. Esa salida es en términos científicos cutre y cobarde.

La receta circulera de este domingo, que como todas las que aquí contamos han sido anteriormente testadas en los propios autores, contiene dos pasos sencillos:
1. A Dios rogando
2. Y con el mazo dando

Pedir, pedir, pedir.
A Dios hay que pedirle, rogarle. Tenemos que llegar a ser cansinos, unos palizas de mucho cuidado. A diario pedirle al Señor, entre otras cosas, que nos dé la gracia de no acostumbrarnos, de redescubrirle a diario, de admirarnos cada día más por su Belleza y por su Salvación, y darle gracias y alabarle. Y cuando lleguen los momentos de no sentir nada (que llegan, y es lo bonito), pedirle que nos ayude a seguir buscando su Rostro a pesar de la desgana y la desidia. Pide, ¡vamos! Que el Espíritu Santo es como las farmacias de guardia, 24 horas, y sin Él no podemos hacer nada.

Con el mazo dando
Dios respeta nuestra libertad y quiere que la demos uso. Que cada día nos esforcemos en hacer todo lo posible por conocerle y amarle más. Nada de pedir al Señor y luego tirarnos a la bartola esperando a que llegue el Espíritu Santo y nos haga el trabajo. ¿En qué se puede concretar? Pues, ¿cómo vives la Eucaristía? ¿Vas por “obligación”, con cara de sueño y pensando en cómo irá la jornada de Liga esa tarde? ¿O te esfuerzas por vivirla como si fuera la primera y la última, donde Cristo se hace pan y vino para ti? Evidentemente, ¿cómo llevamos la oración? ¿Luchas por conocer a Jesús en la oración, o tu trato con Él en el Sagrario es el mismo que con la gente con la que te topas en el Metro? Otra cosa muy buena y productiva para conocer más al Señor y que a servidor le ayuda muchísimo es leer libros de autores cristianos que nos hablen de Dios, ya sean Encíclicas de los Papas o testimonios de católicos en vaqueros y zapatillas.

En fin, sin agobios. Ya sabes que todos pensamos lo mismo cuando nos analizamos: “ay Señor, cuánto me queda por mejorar”. La gracia (nunca mejor dicho) está en luchar, en echarle narices al asunto. El resultado final lo dejamos en manos del Señor.
Hala, ¡con Dios!
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Resumen del PEJ2010

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