21/2/10

Que todos sean uno

Homilía en las Vísperas conclusivas de la Semana por la Unidad de los Cristianos

Queridos hermanos y hermanas,

reunidos en fraternal asamblea litúrgica, en la fiesta de la conversión del Apóstol Pablo, concluimos hoy la anual Semana de oración por la Unidad de los cristianos. Quisiera saludaros a todos con afecto y, en particular, al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, y al Arcipreste de esta Basílica, monseñor Francesco Monterisi, con el Abad y la comunidad de los monjes, que nos acogen. Dirijo también mi pensamiento cordial a los señores cardenales presentes, a los obispos y a todos los representantes de las Iglesias y de las Comunidades eclesiales de la Ciudad, aquí reunidos.

No han pasado muchos meses desde que se concluyó el Año dedicado a San Pablo, que nos ofreció la posibilidad de profundizar en su extraordinaria obra de predicador del Evangelio, y, como nos ha recordado el tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos – “Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24, 48) –, nuestra llamada a ser misioneros del Evangelio. Pablo, a pesar de conservar viva e intensa memoria de su propio pasado como perseguidor de los cristianos, no duda en llamarse Apóstol. En fundamento de este título, hay para él un encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, que se convierte también en el comienzo de una incansable actividad misionera, en la que consumirá todas sus energías para anunciar a todas las gentes a ese Cristo que había encontrado personalmente. Así Pablo, de perseguidor de la Iglesia, se convertirá él mismo en víctima de la persecución por causa del Evangelio del que daba testimonio. Escribe en la Segunda carta a los Corintios: “Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con varas, una vez apedreado... Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias” (2 Cor 11,24-25.26-28). El testimonio de Pablo alcanzará el culmen en su martirio cuando, precisamente no lejos de aquí, dará prueba de su fe en el Cristo que vence a la muerte.

La dinámica presente en la experiencia de Pablo es la misma que encontramos en la página del Evangelio que acabamos de escuchar. Los discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor resucitado, vuelven a Jerusalén y encuentran a los Once reunidos junto con los demás. El Cristo resucitado se les aparece, los consuela, vence su temor, sus dudas, se hace comensal suyo y les abre el corazón a la inteligencia de las Escrituras, recordando todo lo que tenía que suceder y que se convertirá en el núcleo central del anuncio cristiano. Jesús afirma: “Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén” (Lc 24,46-47). Estos son los acontecimientos de los cuales darán testimonio ante todo los discípulos de la primera hora y, a continuación, los creyentes en Cristo de todo tiempo y de todo lugar. Es importante, sin embargo, subrayar que este testimonio, entonces como hoy, nace del encuentro con el Resucitado, se nutre de la relación constante con Él, está animado por el amor profundo hacia Él. ¡Solo quien ha hecho experiencia de sentir a Cristo presente y vivo - “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24,39) -, de sentarse a la mesa con Él, de escucharle para que haga arder el corazón, puede ser Su testigo! Por esto, Jesús promete a los discípulos y a cada uno de nosotros una poderosa asistencia de lo alto, una nueva presencia, la del Espíritu Santo, don del Cristo resucitado, que nos guía hacia la verdad completa: “Mirad, voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre” (Lc 24,49), dice a los Once y a nosotros. Los Once consumieron toda la vida en anunciar la buena noticia de la muerte y la resurrección del Señor, y casi todos sellarán su testimonio con la sangre del martirio, semilla fecunda que ha producido una cosecha abundante.

La elección del tema de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, es decir, la invitación a un testimonio común del Cristo resucitado según el mandato que Él confió a los discípulos, está unida al recuerdo del centenario de la Conferencia misionera de Edimburgo, en Escocia, que es considerada por muchos como un acontecimiento determinante para el nacimiento del movimiento ecuménico moderno. En el verano de 1910, en la capital escocesa, se encontraron más de mil misioneros, pertenecientes a diversas ramas del Protestantismo y del Anglicanismo, al que se añadió un huésped ortodoxo, para reflexionar juntos sobre la necesidad de llegar a la unidad para anunciar creíblemente el Evangelio de Jesucristo. De hecho, es precisamente el deseo de anunciar a los demás a Cristo y de llevar al mundo su mensaje de reconciliación el que hace experimentar la contradicción de la división de los cristianos. ¿Cómo podrán, de hecho, los incrédulos acoger el anuncio del Evangelio si los cristianos, a pesar de referirse todos al mismo Cristo, están en desacuerdo entre ellos? Por lo demás, como sabemos, el mismo Maestro, al término de la Última Cena, había rezado al Padre por sus discípulos: “Que todos sean uno... para que el mundo crea” (Jn 17, 21). La comunión y la unidad de los discípulos de Cristo es, por tanto, condición particularmente importante para una mayor credibilidad y eficacia de su testimonio.

A un siglo de distancia, desde el acontecimiento de Edimburgo, la intuición de aquellos valientes precursores es aún actualísima. En un mundo marcado por la indiferencia religiosa, e incluso por una creciente aversión hacia la fe cristiana, es necesaria una nueva, intensa, actividad de evangelización, no sólo entre los pueblos que nunca han conocido el Evangelio, sino también en aquellos en los que el Cristianismo se difundió y forma parte de su historia. No faltan, por desgracia, cuestiones que nos separan a unos de otros, y que esperamos que puedan ser superadas a través de la oración y el diálogo, pero hay un contenido central del mensaje de Cristo que podemos anunciar todos juntos: la paternidad de Dios, la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte con su cruz y su resurrección, la confianza en la acción transformadora del Espíritu. Mientras estamos en camino hacia la comunión plena, estamos llamados a ofrecer un testimonio común frente a los desafíos cada vez más complejos de nuestro tiempo, como la secularización y la indiferencia, el relativismo y el hedonismo, los delicados temas éticos respecto al principio y al final de la vida, los límites de la ciencia y de la tecnología, el diálogo con las demás tradiciones religiosas. Hay además ulteriores campos en los que debemos desde ahora dar un testimonio común: la salvaguarda de la Creación, la promoción del bien común y de la paz, la defensa de la centralidad de la persona humana, el compromiso por vencer las miserias de nuestro tiempo, como el hambre, la indigencia, el analfabetismo, la desigual distribución de los bienes.

El compromiso por la unidad de los cristianos no es sólo tarea de algunos, ni actividad accesoria en la vida de la Iglesia. Cada uno está llamado a dar su aportación para llevar a cabo los pasos que lleven hacia la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo, sin olvidar nunca que ésta es ante todo don de Dios que hay que invocar constantemente. De hecho, la fuerza que promueve la unidad y la misión surge del encuentro fecundo y apasionante con el Resucitado, como sucedió con san Pablo en el camino de Damasco, y con los Once y los demás discípulos reunidos en Jerusalén. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, haga que cuanto antes se pueda realizar este deseo de su Hijo: “Que todos sean uno... para que el mundo crea” (Jn 17,21). Amén.

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