25/10/11

Anunciarlo a los Cuatro Vientos


Hace unas semanas viajé unos cuantos siglos atrás en el tiempo. Recibimos una nota de prensa del Obispado de Madrid en el email del trabajo: “Ha concedido a todos los sacerdotes legítimamente aprobados para oír confesiones sacramentales (…) facultad delegada para remitir dentro del sacramento de la penitencia la excomunión latae sententiae…”. Entre carcajadas y burlas se comentaba entre los compañeros: ¿quién es éste, que hasta perdona los pecados?[1]. Fue sólo el principio.

En las calles se reunieron todas las naciones, la gente se agolpaba a su alrededor para oír la Palabra de Dios[2]. Eran hermanos sin jamás haberse visto. Los que habéis sido bautizado en Cristo, os habéis revestido de Cristo, de modo que ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús[3]. Acudían a la llamada de un tal Pedro -en nombre de Dios- para ser arraigados y edificados en Cristo[4].

No faltaron las descalificaciones. ¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?[5],se rumoreaba entre los vecinos. Algunos sectores sociales reclamaban justicia y acusaban de incoherencia: “¿Por qué no se ha venido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?”[6]. Una minoría exacerbada tomó la persecución como un camino legítimo porque veían en la actitud de este pueblo una provocación. Se cumplieron las palabras del Señor: “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero el mundo os odia porque no sois del mundo, pues yo, al elegiros, os he sacado del mundo. Acordaos de lo que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán a causa de mi persona porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa que palíe su pecado”[7].Algunos simplemente permanecían indiferentes,  otros, en cambio, decían riéndose: “¡Están repletos de vino!”[8].

Entre los cristianos que llegaron había algunas confusiones , incluso divisiones. “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, pero, como no viene con nosotros, hemos tratado de impedírselo”[9]. Sin embargo, los apóstoles allí convocados disiparon las dudas: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”[10]. Así el pueblo entendió la multitud de dones dentro de la unidad de la misma Iglesia. Respetando así la vocación personal que el Señor otorgó a cada uno dentro de su pueblo. Dios colocó cada uno de los miembros del cuerpo donde quiso. Si todo fuera un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo?[11].

A pesar de las dificultades , miserias e inclemencias del tiempo; Pedro, presentándose con los Once, levantó la voz y les dijo: “Judíos y todos los que vivís en Jerusalén: Que quede bien claro lo que os voy a decir; prestad atención a mis palabra. Éstos no están borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día. Más bien está ocurriendo lo que anunció el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre todo mortal y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños” [12].  Al igual que pasó con el Maestro, también sucedió con sus apóstoles.  La gente quedaba asombrada de su doctrina, porque hablaba con autoridad[13]. Pedro, al igual que Jesús, sembró la buena nueva a la asamblea. “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. (…) Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que les aman”[14].

Estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse[15]. Cayó la noche. La actividad fue poco a poco disminuyendo debido al cansancio acumulado. A la mañana siguiente, el primer día de la semana nos hallábamos reunidos para la fracción del pan[16]. Llegó el final de la jornada, era hora de volver a casa. No sabía en qué época histórica me encontraba, no había a penas distinción entre el siglo I y el XXI. La invitación era la misma: “Id, pues y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y estad seguros que yo estaré con vosotros día tras día, hasta el fin del mundo"[17].

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[1] Lc  7, 49

[2] Lc 5, 1

[3] Ga 3, 27-28

[4] Col 2,7

[5] Mt 9, 11

[6] Jn 12, 5

[7] Jn 15, 18-22

[8] Hch 2, 13

[9] Mc 9, 38

[10] 1 Co 12, 4-6

[11] 1 Co 12, 18-19

[12] Hch 2, 14-17

[13] Lc 4, 32

[14] Lc 6, 27-28, 32

[15] Hch 2, 1-4

[16] Hch 20, 7

[17] Mt 28, 19-20

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