24/10/11

Échale un órdago a la vida


“No hay cobertura”, “no llega bien el Wi-Fi”, “he perdido el autobús”, “se ha averiado el metro”, “este refresco está caliente”…  son quejas que nos suelen salir por nuestras boquitas casi a diario. Tenemos de todo y queremos que funcione perfectamente. Nos han educado en este ritmo de vida… un ritmo que merece la pena agitar de vez en cuando abriendo los ojos.

Tuve la suerte de hacer el viaje de fin de carrera a África. Gracias a un misionero del Verbo Divino pudimos vivir en Nairobi (Kenia) y tocar una realidad que no sale en las películas 3D ni en las portadas de los diarios. Grandes diferencias económicas y sociales, suburbios con tanta población como cualquier ciudad europea, largas caminatas para ir al colegio (si es que se tiene esa suerte), carencia de medicinas, decenas de caminos por asfaltar, la omnipresencia de la fe, la fuerza de la naturaleza en su fauna y flora... Un cuadro que a simple vista podría generar una gran ira interior contra todo el mundo virtual con el que vivimos tú y yo a diario. Sin embargo, qué gracia, en sólo 9 días vi más sonrisas que en toda mi vida en un país desarrollado. Qué impacto supone conocer a gente que con menos sabe ser feliz. Personas que valoran el don preciado de la vida, que comparten lo poco que tienen. No es mi intención mitificar, pues – como en todas partes- hay gente buena, otros que lo intentan y un tercer grupo que no lo consigue.  Sin embargo, reconozco que se respiraba algo nuevo en el ambiente, a parte del polvo. Una concienciación de que somos seres finitos, de que la felicidad no se compra ni la dan los bancos, que Dios sigue siendo un padre que cuida de sus hijos y que la Iglesia tiene el encargo de ser el abrazo de ese Ser Supremo a la humanidad. Era fácil ver el rostro de Cristo en los pobres.

La pobreza del “primer mundo”
El efecto del viaje se pasa rápido. Nos acostumbramos fácilmente a lo cómodo. El diablo ve oportunidades nuevas y quiere atacarnos por frentes desconocidos para nosotros con su único objetivo: destruirnos. “Estoy harto de esta existencia… este mundo no tiene remedio… no existe esperanza… todo lo que veo es malo… todo lo que hago no merece la pena, no cambia nada… quiero huir del mal llamado primer mundo”. El maligno enreda y quita la paz mezclando temas para confundirnos. No todos tenemos la llamada a salir de nuestra tierra y entregarnos a una misión en países en vías de desarrollo. Pero sí es verdad que todos, sin distinción, estamos llamados a ser misioneros en la parcela de Tierra donde nos ha tocado vivir.

Decía Madre Teresa: “La pobreza en Occidente es de una clase distinta; no se trata solo de un problema de soledad, sino también de espiritualidad.  Hay hambre de amor y también hambre de Dios”. ¡Mira en tu vida! Cuánto tiempo hace que no pasas una tarde sin prisas con tus abuelos o tus padres;  te has fijado que tu compañero de clase o de trabajo anda últimamente cabizbajo; sabes que ese familiar tuyo está teniendo muchos problemas que le ahogan; recuerdas a ese colega que hace tanto que no llamas, ese que lleva un par de años en el paro con mujer y dos hijos… podríamos  alargar la lista personalmente en cualquier rato tranquilo de oración.  ¿ Y sabes qué? Dios te está llamando en todos esos “necesitados” que tienes bien cerca.  Jesús necesita tus manos para seguir curando y ayudando.  Esta misión también forma parte de tu vocación cristiana sea cual sea tu condición. No hace falta que hagas el pino con las orejas. Es tan sencillo como salir de uno mismo y preguntarle a Dios qué espera de ti hoy. Él te chivará todo. La próxima vez que te cruces con “tus pobres”, mírales a la cara sabiendo que para ti ellos son Jesucristo. Jesús es ese pobre de tu clase, de tu familia, el enfermo, aquel que padece, el que no tiene trabajo, el olvidado. Él te está esperando ahí para encontrarse contigo. Es más fácil amar a los que están lejos y vemos poco que a los que tenemos cerca. Si puedes hacer voluntariado o participar de las misiones, hazlo. Pero nunca olvides que Dios te espera en tus hermanos de vida cotidiana.

“Entonces los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuánto te vimos hambriento y te dimos de comer,  o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te acogimos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y acudimos a ti?’ Y el Rey os dirá: ‘Os aseguro que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’. Entonces dirá también a los de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me acogisteis, anduve desnudo y no me vestisteis, estuve enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis’. Entonces dirán también éstos: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?’ Y él entonces les responderá: ‘Os aseguro que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo’”
(Mt 25, 37-45)

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