25/10/11
Entregar la vida
Si se me permite, voy a contaros algo que he ido madurando en mi cerebro en las últimas semanas. Y versa sobre uno de los significados que tiene aquel mandato de Jesús sobre la entrega completa de nuestra vida. Según la persona y la llamada concreta que Dios haga en su vida, la concreción de la entrega de la vida puede variar notablemente. Algunos les pide que se vayan a un monasterio, a otros de misionero, a otros al ministerio del sacerdocio, a otros a estar en medio de nuestra sociedad… los caminos del Señor son muchos, gracias a los distintos carismas del Espíritu. Vale, esto lo sabemos todos. Pero siempre hay bases comunes, ya que la llamada a la santidad es universal, y la entrega completa de nuestra vida al Señor en lo que Él nos pida también lo es. Una de ellas es la entrega de nuestra intimidad, en un sentido positivo.
No sé si a vosotros os pasa. A mí, desde luego, sí. Y es que he desarrollado a lo largo de mi vida una inercia muy peligrosa: he creado un castillo interior, ya sabéis: uno de esos castillos monumentales donde un foso lo circunda y un puente levadizo se antoja como la única forma de entrada. En su interior, en el centro, existe un altísima torre, enorme y terrible, con una mazmorra oscura en su parte más elevada, provista de un mirador desde el cual se observa todo el territorio. Queda to guapo, la verdad. Pero es un problema. Problema porque es el lugar al que acudo en mis noches de desvelo… no, qué demonios, acudo siempre que mi vena egoísta así me lo pide. Es mi mecanismo de defensa natural: me cierro ante los demás, cierro mi corazón. Ojo, no hace falta ser taciturno y esquivo para tener esta inercia. Puede estar entregando mi tiempo, mis fuerzas y mis energías en algo; eso no es obstáculo para seguir encerrándome. Porque lo que guardo en tal mazmorra, es el último nivel de lo que soy y tengo. Entendedme, tener intimidad es bueno: cualquier persona cristiana debe tenerla, sobre todo con el Señor. A lo que yo me refiero es a ese espacio personal de celoso egoísmo donde guardamos nuestros más profundos pensamientos y sentimientos, ese hueco en el que no queremos que nadie entre. Incluso cara a nuestras actividades, dejamos esa parte al margen de todo: es vivir con cajitas, en la que hay una en la que me esfuerzo, hago “músculo” para ser lo que se me pide, pero donde no pongo en juego lo que verdaderamente soy y tengo. Por ello, en tales actividades no puedo ser yo mismo, no entrego mi persona, aunque esté entregando mi tiempo, porque me reservo un espacio de mi ser en esa mazmorra, a la que acudo cuando voy a descansar de mis esfuerzos.
¿En qué se concreta esto cara a la vocación? En que no todo puede ser músculo ni teatro. Si no aprendo a darme por entero, también mi celoso espacio personal, nunca seré yo mismo en lo que hago, y tendré que acudir a momentos donde me subo a la torre. Me convierto en una persona que no transmite lo que es, piensa y siente, sino que todo lo hace de forma automática: hace, no vive. Con el tiempo, eso es insostenible. Además, en la vocación se te pide todo, da igual cuál sea: Cristo te apela a ti, a tu vida entera, no a tu tiempo. Si tienes pareja, ella va a entrar en tu torre; si subes el puente levadizo, entonces la relación con el tiempo se rompe porque no puedes amar y ser amado sino con lo que eres, no con la mitad de tu ser, escondiendo lo más íntimo en el castillo. Lo mismo ocurre con el resto de vocaciones: un seminarista amigo mío me contaba que él no puede ir a la parroquia donde está destinado a “trabajar”, sino a “vivir” con todo lo que él es; ésa era su entrega concreta en ese momento, el dar su vida, compartirla toda, con la gente de la parroquia. No podemos guardarnos cosas sólo para nosotros, nosotros no podemos ser nuestro único descanso. La intimidad y la interioridad son necesarias, evidentemente, pero no la torre cerrada de nuestro corazón.
Ignoro si he sido capaz de explicarme. Admito que en poco espacio no es fácil, y quizás mis especulaciones hayan hecho pensar a más cabecear mientras leía. En cualquier caso, aquí he hecho un ejercicio de abrir mi castillo y contar lo que llevo dentro. Espero que pueda ser de utilidad a alguien, al menos como experiencia compartida. Y que Cristo nos enseñe en este difícil ejercicio de salir de la torre.
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