En la tradición artística de Oriente, la Iglesia del comienzo, la Iglesia del día de Pentecostés, es el icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo se hace visible y representable en la Iglesia. Si Cristo es el icono del Padre, la imagen de Dios y a la vez la imagen del hombre, la Iglesia es la imagen del Espíritu Santo.
La unidad del Espíritu no es uniformidad
Si hablamos de la Iglesia como icono del Espíritu Santo, y de éste como Espíritu de la unidad, no podemos pasar por alto, un rasgo llamativo de la historia de Pentecostés. En ella se dice que las lenguas de fuego se dividían, y que sobre cada uno de ellos descendió una (Hch 2,3).
El Espíritu Santo se le da a cada uno personalmente y a su manera. Cristo ha asumido la naturaleza humana, lo que nos une a todos y desde ella nos une. El Espíritu Santo, sin embargo, se le da a cada uno como persona; a través de Él, Cristo se convierte para cada uno de nosotros en la respuesta personal.
La unión de los hombres, tal y como la debe realizar la Iglesia, no se produce mediante la extinción de la persona, sino mediante su perfección, que supone su apertura infinita. Por eso, por un lado, el principio de la catolicidad pertenece a la constitución de la Iglesia: nadie actúa puramente desde su propia voluntad y su propia genialidad; todo el mundo debe actuar, pensar y hablar desde lo común del nuevo "nosotros" de la Iglesia, que es intercambiable con el "nosotros" del Dios trinitario. Pero precisamente por eso se puede decir, también, que nadie actúa sólo como representante de un grupo y de un sistema colectivo, sino que cada uno tiene la responsabilidad personal de la conciencia abierta y purificada en la fe. La eliminación de la arbitrariedad y el egoísmo se debería alcanzar en la Iglesia, no mediante el reparto proporcional por grupos y la coacción de la mayoría, sino mediante la conciencia formada por la fe; conciencia que no sale de lo propio, sino de lo recibido de forma común en la fe ...
Al hablar y actuar cristianamente nunca ha de hacerse siendo sólo yo mismo. Ser cristiano significa asumir en uno mismo a toda la Iglesia, o más bien dejarse asumir desde dentro de ella. Cuando hablo, pienso, actúo como cristiano, lo hago siempre en la totalidad y desde la totalidad: así el Espíritu llega a la palabra, y así los hombres llegan unos a otros. Pero sólo llegan exteriormente cuando antes lo han hecho interiormente: si interiormente me he hecho amplio, abierto y grande; cuando he asumido a los demás en mí mediante mi fe y mi amor compartidos, de manera que ya nunca estoy solo, sino que todo mi ser está marcado por ese compartir.
Este hablar de lo oído, de lo recibido, y no a título personal, puede, a primera vista, entorpecer la genialidad del individuo. La entorpece, ciertamente, cuando la genialidad es sólo una exageración de la persona, que intenta crecerse haciéndose una especie de divinidad. Sin embargo no entorpece el conocimiento de la verdad y el progreso; mediante esa actividad suya, el Espíritu Santo guía hasta la verdad completa. No recibimos nuevo conocimiento cuando el yo se aísla; la verdad sólo se manifiesta en la reflexión conjunta de lo que se ha conocido antes de nosotros. La grandeza de un hombre depende de lo grande que sea su capacidad de participar; sólo haciéndose pequeño, tomando parte en la totalidad, se hace grande.
La conversión a Cristo
Pablo ha expresado esto con una fórmula maravillosa cuando describe su conversión y su bautismo con estas palabras: "vivo yo, mas no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). Ser cristiano es en esencia conversión, y la conversión en sentido cristiano no es la modificación de ciertas ideas, sino un proceso de muerte. Las fronteras del yo quedan rotas; el yo se pierde a sí mismo para encontrarse de nuevo en un sujeto mayor que abarca cielo y tierra, pasado, presente y futuro, y en él toca la verdad misma.... Podríamos decir que esta alternativa es el Espíritu Santo. Él es la fuerza de la apertura y de la fusión en ese nuevo sujeto, al que llamamos cuerpo de Cristo o Iglesia.
El fuego del Espíritu
En este punto se muestra también, ciertamente, que el llegar unos a otros no es un proceso gratuito. Sin espíritu de conversión, sin dejarse romper a la manera del grano de trigo, es imposible. El Espíritu Santo es fuego; quien no quiera ser quemado, que no se acerque a él. Pero entonces también debe saber que se hundirá en el aislamiento mortal del yo cerrado, y que toda comunión que se intenta al margen del fuego sigue siendo, en última instancia, sólo pasatiempo y apariencia vacía. "Quien está cerca de mí está cerca del fuego", dice una palabra extrabíblica de Jesús transmitida por Orígenes. Hace referencia, de manera inimitable, a la relación entre Cristo, el Espíritu Santo y la Iglesia.
Una palabra de san Juan Crisóstomo va en la misma dirección. Se asocia con el relato de los Hechos de los Apóstoles donde se cuenta cómo Pablo y Bernabé curaron en Listra a un paralítico. La agitada multitud vio en los dos hombres extraños que disponían de tal poder, una visita de los dioses Zeus y Hermes; hicieron venir a los sacerdotes y pretendían ofrecerles en sacrificio un toro. Los dos apóstoles, escandalizados, gritan a la multitud: somos hombres de la misma condición que vosotros, hemos venido a traeros el Evangelio (Hch 14,818).
Crisóstomo comenta: "Cierto, eran hombres como los demás y, sin embargo, distintos de ellos, pues a la naturaleza humana se le había añadido una lengua de fuego: Esto es lo que constituye al cristiano: que a su existencia humana se le agrega una lengua de fuego. Así surge la Iglesia. Se le da a cada uno, de forma totalmente personal; y cada uno es cristiano, como persona concreta, de una manera única e irrepetible.
Desde Pentecostés cada hombre tiene su espíritu, su lengua de fuego, hasta el punto de que, en el saludo litúrgico, nos referimos a este espíritu del otro: "y con tu espíritu". El Espíritu Santo se ha convertido en su espíritu, en su lengua de fuego. Pero gracias a que él Espíritu es uno,podemos nosotros, a través de . él, dirigirnos la palabra unos a otros, construir juntos la única Iglesia
A la condición humana se le ha añadido una lengua de fuego ... Ahora debemos corregir esta expresión. El fuego no es nunca algo que simplemente llegue hasta lo otro y después permanezca junto a él. El fuego quema y transforma. La fe es una lengua de fuego que nos quema y nos refunde para que pueda decirse cada vez más: yo, mas ya no soy yo. Miedo a quemarnos. Ciertamente, quien se encuentra al cristiano medio de hoy debe de preguntarse:¿Dónde ha quedado la lengua de fuego? Desgraciadamente, lo que procede de las lenguas cristianas a menudo es cualquier cosa menos fuego. Sabe más bien como agua rancia escasamente tibia, ni caliente ni fría. No queremos quemarnos a nosotros mismos ni a los demás, pero de esta manera nos mantenemos a distancia del Espíritu Santo, y la fe cristiana se reduce a una cosmovisión casera, que, en la medida de lo posible, no quiere vulnerar ninguna de nuestras comodidades y se guarda el rigor de la protesta para allí donde apenas nos puede perturbar en nuestras hábitos de vida.
Cuando rehuimos el fuego ardiente del Espíritu Santo, ser cristiano se vuelve cómodo sólo a primera vista. La comodidad del individuo es la incomodidad del conjunto. Donde nosotros ya no nos exponemos al fuego de Dios, los roces mutuos se vuelven insoportables, y la Iglesia, como lo expresaba Basilio, queda desgarrada por gritos partidistas. Sólo cuando no tememos a la lengua de fuego ni al ímpetu que trae consigo, se convierte la Iglesia en icono del Espíritu Santo. Y sólo entonces abre ella el mundo a la luz de Dios. La Iglesia comenzó cuando los discípulos se habían reunido en el cenáculo unánimes en la oración. Así comienza continuamente. Pidiendo el Espíritu Santo en nuestra oración, debemos hacerla de nuevo realidad cada día.
"Imágenes de la Esperanza" de Josph Rarzinger
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